26/12/09



PRIMEROS AÑOS DE NUESTRA HISTORIA

La Merced es clamor de libertad. Es apostar por el hombre, amar sin reciprocidad, anteponer al otro, dar la vida en caridad. A primeros del siglo XIII se agudiza patéticamente la monstruosidad del cautiverio. Las guerras de reconquista, el corso y la piratería, las redes de explotadores hacen de la esclavitud pingüe y siniestro negocio. Miles y miles de cristianos caen en poder de enemigos de su fe, vejados, degradados y tentados de apostatar. El cielo quiere intervenir, va a operar una segunda redención, similar, según la reflexión mercedaria, a la realizada por Cristo. Mas la Trinidad santa necesita de un hombre, del instrumento. Y lo encuentra en Pedro Nolasco. Es un veinteañero barcelonés, predispuesto por una exquisita probidad y la más primorosa sensibilidad social. Con él creció la misericordia , encomian los hagiógrafos. Porque Pedro Nolasco valora a Dios como razón suprema de su vida, pero desde ahí descubre a todos los hombres como hermanos, personalizando una apasionada debilidad por los más pobres y desgraciados . La llamada le llegó por sorpresa, del Dios que siempre sobrecoge y desborda a los que solicita. Pedro Nolasco venía de una familia de mercaderes, que, emprendedores y arriesgados, entendían en exportar tejidos, lana, lino, azafrán, miel; en traerse productos exóticos. Buena escuela para forjar a un líder. Aún adolescente se enroló en el quehacer familiar, y ahí lo esperaba el Señor.

El varón de Dios, mercader óptimo, justo, piadoso, muy compasivo y misericordioso, según uno de sus primeros historiadores, se halló un día de 1203 ante los cautivos. Ocurrió en la Valencia aún mora. Y quedó horrorizado, tocado; persuadido de que no existía colectivo más mísero, más desesperado, más hundido, más degradado, más olvidado, más indefenso, más vulnerable. La opción surgió instantánea. Ellos serán su vocación, la razón de su vida, la respuesta a su fe. Por lo pronto gastó allí mismo lo que tenía, cuanto pudo juntar. Le alcanzó para comprar a trescientos, dejándolos ir libres. Pero no se quedó ahí.


Se enfangó en la tarea. Al esclavo había que comprarlo, romperle las cadenas, alimentarlo, sanarlo, vestirlo, conducirlo, reciclarlo, mantenerlo hasta que se valiera. Por eso no le importó dar por los cautivos todo cuanto tenía, dinero, y casa, y negocio, y familia en 1203; para luego ir gastando en ellos y para ellos su vida, su talento, su tiempo, su amor, su cada día. Con veintidós, veintitrés años, Pedro ha quedado pobre. Su pródiga caridad le ha llevado a la miseria. No tiene nada, ni aún techo que le cobije. Y la penuria lo aboca al lugar de los indigentes de Barcelona, el hospital de Santa Eulalia, el albergue, la casa de acogida para los mendigos, los vagabundos, los sin techo, los muertos de hambre; mantenida por el Cabildo catedral. Refiriéndose a período, enmarcado entre los años 1203 y 1218, el padre Nadal Gaver precisa que el devotísimo varón Pedro de Nolasco, domiciliado en la ciudad de Barcelona, estuvo largo tiempo dedicado a Dios, entregado a obras de misericordia, especialmente a redención de cautivos, y suplicando al Señor que le manifestase lo que a Él le fuese grato y aceptable para ganar el reino de los cielos.

Le van llegando colaboradores. Practica la caridad cotidiana en el hospital de Santa Eulalia. Y sigue a la escucha, entre los pobres. Es desde ahí donde Dios habla más fuerte. La noche del primero de agosto de 1218 fue su día de gracia. Se le presenta la Madre de Cristo, para anunciarle que Dios , Padre, Hijo y Espíritu Santo, por su gran misericordia y por la gran caridad con que aman el género humano, quieren fundar y establecer una orden que se llame orden de la Bienaventurada María de la Merced de la redención de cautivos cristianos, para que sus frailes visiten y rediman a los cristianos cautivos en poder de los enemigos de la fe. María es la embajadora de la Trinidad, pero a su vez Ella se implica, como Madre del Salvador, en la nueva acción redentora. No es mera emisaria, es la madre, la fundadora, la promotora por medio de una advocación de hondura teológica, raigambre bíblica, atractivo hechicero; un rostro nuevo de María, ternura divina para los pobres, los marginados y los cautivos. María de la Merced.


A Pedro Nolasco le resultó sumamente fácil dar el paso. Se esperaba. El Rey, el Obispo, la nobleza, el clero, el pueblo, todos querían que institucionalizara lo que tan prodigiosamente venía realizando quince años ya. Le bastó comunicarse con el obispo Berenguer de Palou y con el rey don Jaime I el Conquistador, para que, en pocos días, estuvieran ultimada la institución, que se efectuó el inmediato 10 de agosto de 1218 con el lustre de los grandes acontecimientos, en olor de multitudes alborozadas. Se escogió la fiesta más cercana, la solemnidad de san Lorenzo, un buen marco por lo jubiloso de la jornada y porque el signo martirial del Santo definía a la Religión redentora que nacía. Se ofició en el altar mayor de la barcelonesa catedral de la santa Cruz , significándose que movía a los fundadores un gran amor a Cristo, que con su preciosa sangre nos rescató; ante el emblemático sepulcro de santa Eulalia, la virgencita barcelonesa inmolada en aras de la fe. Al lado de Nolasco se halló el rey don Jaime, que otorgó a la Orden el propio escudo real, constituyendo a Pedro Nolasco y a sus frailes en familiares del monarca y protegidos de la corona; siendo tan protagonista que la cancillería real y nuestros historiadores antiguos lo llamaron el fundador.

Pero más definitiva aún resultó la presencia el obispo Berenguer de Palou, promotor canónico, cabeza de la Iglesia barcelonesa y de su Cabildo catedral y, por canciller del Reino, mentor del Príncipe que no contaba sino diez años. El Prelado vistió túnica, escapulario, capucha, capa de color blanco a los nuevos frailes, les asignó la regla de San Agustín como norma de vida y les impuso la cruz blanca en campo rojo agregándolos al Cabildo catedral. Ambos jerarcas, en cuanto patronos y fundadores, dotaron a la Orden con una parte del palacio real para vivienda, don Jaime; con el hospital de Santa Eulalia y sus rentas, don Berenguer.

Pedro Nolasco tenía clara la llamada singular del cielo; por eso prometió e hizo prometer a sus doce pioneros que renunciaban a la familia, entregaban su propia voluntad, vivirían pobremente. Pero además, porque los suyos habrían de emprender largos viajes, habérselas en situaciones de riesgo, jugarse muchas veces la vida, y porque para eso sólo valen los capaces de asumir que su vida no les pertenece, los que quieran dar sobre sí mismos tal derecho a los cautivos, juró e hizo jurar solemnemente en el altar de santa Eulalia, ante la Ciudad, la Iglesia y la Corona que estaban prontos a quedarse en rehenes por los cautivos y a morir por ellos; alegremente dispuestos a poner la vida, si fuera menester, como Jesucristo la puso por nosotros.